jueves, 22 de marzo de 2012

MEMBRILLO II

No fue un encuentro casual entre dos canallas, sino el momento de saldar una cuenta hasta ese momento pendiente. Tras aquella noche huyó, permaneciendo unida al mundo tan solo por su ordenador y por la prensa; hasta que comprobó el escaso interés que suscitaba el hallazgo de un cadáver que, según el periodista que firmaba la crónica, pertenecía a un delincuente habitual y confidente.
Pero ya no aguanta más. Le ahoga esa sensación de sentirle lejos, de no poder tocarle, de obligarse a olvidar su cara. Por eso, y porque matar la ha llenado de una seguridad de la que siempre careció, nota que el suave toque de unas manos enguantadas en látex, que abren sus piernas para hundir los dedos dentro de su útero, despiertan su instinto. Y que, cuando las mismas manos, con otros guantes, separan los mechones de su pelo, es capaz de sentir algo más que una leve excitación que solapa cualquier otro sentimiento.
Ya en la habitación, todo le parece distinto. La cama resulta apetecible, las paredes rezuman limpieza, y un suave olor a ambientador la disfraza del nido que nunca es.
Le ve entrar, sonriente y nervioso, seguro de una relación reforzada en lugar de saltar en pedazos, como sería de esperar por la presión y la distancia.
Ambos piensan que, en situaciones determinadas, es suicida gastar el tiempo en palabras. Por eso, la locura les hace prescindir de todo menos de ellos mismos; dos cuerpos que se han de milimetrar con todos los sentidos, para vivir de ese recuerdo hasta la próxima cita. Se besan con la urgencia de quien tiene todo perdido, menos los labios del otro y, en ese momento, ella se siente culpable de haberse obligado a olvidar el sabor de su boca. Por eso se entrega en cuerpo y alma, recorriendo su espalda, recreándose en cada uno de los pliegues de su piel, haciéndolos suyos, si es que alguna vez dejaron de serlo, llenándose de su olor, obstinándose en abarcarlo con sus manos para retenerlo.

No tiene suficiente con acariciarlo una y otra vez, quiere alimentarse de él hasta quedar saciada. Por eso hunde la cabeza en su entrepierna, e intenta apoderarse de él con movimientos acompasados. Le excita ver cómo responde él, que con sus manos la coge suavemente del pelo para besarla; cómo se incorpora sobre la cama y, una vez sentado, aferra sus piernas de forma que rodeen su cuerpo. Ahora están los dos frente a frente, sin nada más que el deseo de encontrar sus respectivos fondos, de entrar en el cuerpo del otro hasta hacerse uno. Ya no importa el tiempo que les queda y, mientras él la sujeta por las caderas, ella se mueve al compás que marca el deseo de sentirle cada vez más dentro. Siente cómo su boca se adueña de sus pechos, y ella responde oprimiendo su pene con los músculos que están a punto de estallar en su vientre. No aguantan más y, en unos minutos, ambos se dejan caer sobre la cama, extenuados pero irremediablemente saciados.
Nunca se duchan, en un intento de vencer a una realidad que se impone, obligándoles a distanciarse. Ella mira el reloj con disimulo mientras le abraza. Al oído le susurra unas palabras, justo cuando la señal acústica indica que deben abandonar la estancia.
Él regresa a su celda, siguiendo el trayecto opuesto al que ella toma para abandonar el Centro. Piensa que la ama con todas sus fuerzas, y el pánico le invade cada vez que imagina que ella puede cansarse de esperar. Pero hoy sonríe, sonríe abiertamente, porque esa mujer le ha demostrado su amor matando al hombre que le delató a cambio de no entrar en la cárcel. Por fin, tras un mes de desconcierto, supo interpretar la misteriosa frase cuyo significado hasta entonces no había logrado entender.

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