sábado, 3 de marzo de 2012

LOS PERDEDORES

Mira el reloj y resta las horas que le quedan para saborear su nueva vida.
Atrás quedarán los años marcados por visitas a los comedores sociales, noches sin dormir descansando en cualquier banco a la espera de otro día fuera del paraíso. Pero desde hace un año ya no es así. En uno de aquellos días llenos de horas, conoció a un compatriota, y nunca antes su facilidad para acercarse a los animales, le  acercó tanto a su dueño.
Primero fueron pequeñas ayudas en forma de dinero, más tarde la dirección de un piso compartido que le ayudó a sobrevivir alejado de las calles y haciendo trabajos puntuales.
Hasta que fue a aquella cena. En su casa, un piso acogedor que compartía con su perro, le propuso trabajar con él en serio y de forma continuada. No tenía nada que perder, por eso sus días se dividieron, a partir de entonces, en obras esporádicas, robos a joyerías planeados al milímetro y en tratar de saber si los ojos de ese hombre decían lo mismo que los suyos.
Meses después, la necesidad de permanecer inactivos tras un atraco les obligó a ocultarse en un pequeño apartamento de un pueblo costero  para pasar desapercibidos.
Fue necesario ingerir media botella de vodka, y acercarse a lugares donde los hombres amaban de forma explícita a otros hombres, para hacer acopio de la valentía que requería estar con él, pero no fue necesario pedírselo; esa noche, por fin, se encontró a sí mismo en otro cuerpo desnudo. Le acarició hasta que sus manos se fundieron con su piel; le besó para no olvidar el sabor de su carne; desmadejó su cuerpo bebiendo de él; midió el universo que se ocultaba entre sus piernas para hacerlo suyo, de su boca, de sus manos, de su alma. Y después se dejó hacer, hundiendo su cabeza en la almohada, sintiendo su aliento, su saliva y, por fin, sintiéndole a él encajado en su espalda,  incrustándose en la parte baja de la columna vertebral, haciendo que el mundo girase en su interior a la velocidad de sus gemidos. Así hasta que se cansaron, hasta que cayeron rendidos de tanto amarse, pensando que  cada beso era el último que se daban.
Agotaron tres semanas, en las que se aprendieron el uno al otro hasta convertirse sólo en uno, tres semanas en las que el mundo había dejado de ser blanco y negro para ser un lugar lleno de vida.
Aquella tarde, con los relojes sincronizados, quedaron con un tercer hombre en la plaza de una ciudad de provincias, rebosante en un día de fiesta con comercios abiertos. A la hora convenida, y por caminos distintos, dos de ellos entraron en la joyería tras hacer estallar una ristra de petardos, aprovechando el bullicio.
En el interior del establecimiento, y a punta de pistola, sabían que tenían dos minutos para salir con la mercancía. Actuaron con tanta rapidez que el tiempo se reveló exagerado. Sin mediar palabra, salieron a cara descubierta, cada uno en una dirección distinta. Del paso de los tres hombres por la plaza, donde el ruido de las pequeñas explosiones atraía la atención de todos los que la transitaban, tan sólo quedó un cartel negro cubriendo los escaparates de la joyería y que rezaba: “NO A LA SUBIDA DE IMPUESTOS”. Pasaron doce horas hasta que los tres, desde puntos distintos, emprendieron el camino que volvería a reunirlos. Nervioso, mira el reloj y cuenta las horas que le quedan para saborear su nueva vida, para volver a reflejarse en la oscuridad de esos ojos inmensos, para sentirle dentro, tan dentro, que la profundidad de ese amor le haga prescindir de todo lo que no sea ellos mismos.

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