sábado, 10 de marzo de 2012

EL MIEDO

Parte de su vida se entiende desde el miedo, miedo a un futuro al que dejó de temer cuando empezó a vivir, miedo a unos estudios que le costó acabar hasta que dejó de tener miedo. Ahora, sumida en una relación con el miedo al servicio del placer, es otra persona; una persona diferente que nada tiene que ver con la adolescente que, harta de una familia a la que no la unía más que un techo, abandonó su casa el mismo día que cumplió dieciocho años. Ahora, con veinte años más y un cuerpo moldeado a fuerza de batallas perdidas, tiene presente que hasta llegar a su habitación, ha dejado en el umbral aquello que fue, para convertirse en lo que es ahora, una mujer a la que la ausencia de temor ha transformado en alguien totalmente nuevo.
Como siempre, prescinde de todo lo que no sea el cuerpo que descansa en la cama desbordado por el deseo, y deja que él la desvista, para que su desnudez llene la habitación decorada en tonos suaves, contrastando su piel oscura con la luminosidad de las sábanas. Se deja caer con suavidad después de sentir el primer beso, ese beso que nunca deja de conmoverla y, con los ojos cerrados, siente cómo saborean su piel con el deleite de quien lo hace por primera vez. Del interior de una bolsa que reposa en una de las mesillas de noche saca un antifaz y lo entrega para que le tapen los ojos. A partir de ese momento todo discurrirá prescindiendo de uno de sus sentidos, obligándose a racionalizar el miedo. Sin poder ver, percibe cómo sus manos recorren lentamente su cuerpo, deteniéndose en su ombligo. Tras las primeras caricias permitirá que una cuerda rodee su torso, dejando libre el espacio de sus pechos que, comprimidos, aumentan su tamaño.
En el silencio, el frío metálico que oprime sus muñecas le hace imaginar a ese hombre recolocando, a través de las rejas del cabezal metálico, la cadena que une las esposas. Le excita sentirse libre pero inmovilizada, atada pero dominante, carnal pero ritual; le ayuda a entregarse el tiempo que dedican esas manos a moldearla, para finalmente hacerla ella misma. Sin ver, sin tocar, siente con la intensidad de aquellas personas que, carentes de algún sentido, desarrollan los que tienen intactos. Nota su lengua acercándose a todos los rincones de su cuerpo, para detenerse en sus pechos, comprimidos y sensibles. Nota cómo abren sus piernas y que una boca se sumerge en su vientre con tanta dedicación que la hace temblar. Recibe aquellas manos que la exploran con tanta energía que descomponen sus paredes en partes perfectamente delimitadas y que, hasta ese momento, permanecían dormidas. Esas manos que abren, que aprietan, que buscan, que elevan su cuerpo para girarlo y encajarlo entre sus caderas. Las mismas manos que firmes y ganando terreno a la piel que ciñen, retiran con fuerza las cuerdas que delimitan, que hieren y que liberan en el momento en que logra vencerse a sí misma, haciendo saltar el miedo y el dolor hecho pedazos.
Por fin, se deshacen, varían su forma y su origen, se transforman en agua y sudor, en placer y dolor, mezclados hasta fundirse en uno durante los segundos que dura su orgasmo. Los jirones de piel que se esparcen por la habitación vuelven a sus respectivos cuerpos, como siempre, cuando ella vuelve a estar libre de ataduras.
Piensa mientras conduce. Fuera de esa habitación, volverán a ser dos desconocidos. Recuerda que su historia de amor se reduce a una hora al mes y piensa que, a  pesar del dolor, se dejaría matar de nuevo hasta quedar saciada del placer que, desde hoy, ocupa el lugar del miedo.

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