Mientras
abarco un mechón entre mis dedos dejo reposar tu cabeza en mi pecho, antes de
depositar un beso en tu frente, dibujo tu rostro con la yema de mis dedos. A
tientas. Con pequeños roces, acierto a construirlo: pequeño, con unas cejas que
refuerzan la serenidad de unos ojos, una nariz respingona, que corona las
líneas de unos labios carnosos. Todo ello, envuelto en una piel tan suave que
regala placidez.
Me acerco a tu
cuello y me deslizo, con urgencia, no sin antes regresar a las curvas de tus
orejas, para hundirme en ellas.
Descanso, un
instante, en tus hombros. Suaves y desnudos, ligeramente fríos. Reanudo el viaje hasta llegar a tus pechos. Grandes
para abarcarlos con mis manos. Inmensos cuando los regalo a unos dedos que se
deleitan en el recorrido de una turgencia que se vuelve firmeza al releerlos,
enfebrecido. Cobijo tus pezones, sin apenas tocarlos, entre mis dedos índice y
pulgar. Los recorro, una y otra vez hasta que renacen, libres y majestuosos,
tras mis caricias.
Me asomo al
balcón de tu cintura y me adormezco sobre ella unos instantes, para anidar en
tu ombligo, antesala del regalo que tu cuerpo alberga, más allá de tus piernas.
Me estremezco al entrar en ti, primero con mis dedos, tan acostumbrados a tus
paredes de carne. Sueño con el momento en el que, abierta de deseo, albergues
mi cuerpo entero, reducido a esa parte de mí que te hace sentirme dentro, la
misma parte de mí que me convierte en tu esclavo. No necesito más de ti en mis
manos. Tu cuerpo resbala entre mis dedos, ahora, para vivir, habré de atravesar
tu piel para volver a ser nosotros.
Te mueves,
ayudada por mis manos, que te estrechan para evitar que de desvanezcas. Te
balanceas al compás de mi deseo de llenarte hasta la próxima vez que te ame.
Profundizo en tus paredes, que me obligan a emerger a medida que te siento mía.
Vuelvo a acariciar tu pelo mientras te beso, para añadir más carne a la
realidad de tocarte con todos los sentidos. Vuelvo a medir tus pechos que, como
piedras, susurran el deseo que tienes de amarme. Por unos segundos que, como
cada vez que sucede, serán inolvidables, se abre mi cuerpo para llegar a ti,
aunque no exista camino de regreso.
Los primeros
rayos del sol entran por la ventana. Con delicadeza, abandono el lecho,
mientras te dirijo una mirada llena de ternura. Al regresar, mientras la bañera
se llena y consumo un café recién hecho, te recojo, en una ceremonia que se
repite casi cada noche. Te doblo con cuidado mientras expulsas las últimas
bocanadas de aire.
Sonrío al
recordar que llevas a mi lado demasiado tiempo como para considerarte un simple
trozo de plástico.
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