Breve e intenso. Es lo que pensó al estrechar su mano
cuando les presentaron. La rutina diaria, desde aquel momento, la marcó el
trabajo de vigilancia del Presidente del Tribunal Supremo, ocupando siempre la posición que las estrictas normas
de custodia personal le imponían. No podía ni debía relajarse un instante.
Hoy, coincidiendo con la finalización de un congreso, cenan
en un restaurante de lujo, a salvo de indiscreciones. Tras un mes pendiente de
él, sin separarse más de lo necesario, empieza a conocer a la persona, al ser humano que se esconde
tras el cargo. Unas horas en las que se acercarán el uno al otro, se aprenderán
sin evitarse y no dejarán de mirarse como dos adolescentes. Ni al abandonar el reservado, ni al caminar por
el pasillo del hotel, ni en el interior del ascensor que les conduce a la
suite. Allí compartirán una copa que, ambos saben, es el principio de una
historia que a ninguno de los dos importa cómo finalice. Se acercarán poco a
poco, hasta que la separación entre los dos sea inexistente, y se fundirán en
un beso largo que, de forma inconsciente, medirá la profundidad de sus bocas. Sólo
pasan unos minutos hasta que son capaces de rendirse al deseo que albergan.
Ya
en la cama, aquel hombre de mediana edad y despojado de cualquier cargo, ve
tambalearse sus convicciones en cada una de las caricias que recibe de aquel
cuerpo esculpido en la regularidad del ejercicio físico. No sobrevive a la idea
de ser fiel a sí mismo, de no amarlo durante toda la noche. Es lo que piensa
antes de empezar a deshacerse sobre los pliegues de su nuca, que descansa sobre
la almohada. Con suavidad, explora con la lengua las curvas de su cuello que,
libre de todo lo que no es el calor de su aliento, le hace estremecer.
Contempla con envidia esa espalda y la protege con su torso. Con delicadeza, le
obliga a girarse e inicia el camino que, irremediablemente, le llevará hacia su
pecho. Lo recorrerá, primero con sus manos, más tarde, con la lengua empapada
en los restos que llenaron el vaso. Todo tiene un sabor desconocido, lleno de
matices. Un ligero resto de alcohol mezclado con el sudor que remarca, aún más,
su deseo desbocado. Abarca entre sus manos esas caderas, duras como piedras,
que limitan el deseo que amenaza con estallar entre esas piernas. Cuando ya el
placer asoma en la parte inferior de su espalda, se deja caer sobre la cama. Ajeno
a todo, incluso a sí mismo, para que el vértigo se transforme en caída libre,
en un placer hasta ahora desconocido. Siente cómo su carne se abre, lenta y con
una mínima resistencia, dejando paso a una forma de amar desconocida para él
hasta ese momento. Amanecieron, uno junto a otro, tras agotar las horas que
dedicaron a saborearse, hasta que una mínima discreción y la preparación del
próximo acto oficial obliga al escolta a ocupar la habitación contigua. Más
tarde, sólo en la suite, se justificará antes su mujer por el descuido de
apagar el móvil durante toda la noche.
Durante el almuerzo el escolta observa, con disimulada
satisfacción, cómo le busca con la mirada. Vuelve a su memoria aquel apretón de
manos. Breve e intenso. Como sus convicciones. Como su aplomo ante los medios
de comunicación. Como cada uno de los viajes emprendidos, esa noche, bajo su
cuerpo. Como su voz, la primera vez que cruzó unas palabras con él. Como su
primera frase: "el gusto es mío."
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