lunes, 3 de diciembre de 2012

GUSTO

Breve e intenso. Es lo que pensó al estrechar su mano cuando les presentaron. La rutina diaria, desde aquel momento, la marcó el trabajo de vigilancia del Presidente del Tribunal Supremo, ocupando  siempre la posición que las estrictas normas de custodia personal le imponían. No podía ni debía relajarse un instante. 
Hoy, coincidiendo con la finalización de un congreso, cenan en un restaurante de lujo, a salvo de indiscreciones. Tras un mes pendiente de él, sin separarse más de lo necesario, empieza a conocer a la persona, al ser humano que se esconde tras el cargo. Unas horas en las que se acercarán el uno al otro, se aprenderán sin evitarse y no dejarán de mirarse como dos adolescentes. Ni al abandonar el reservado, ni al caminar por el pasillo del hotel, ni en el interior del ascensor que les conduce a la suite. Allí compartirán una copa que, ambos saben, es el principio de una historia que a ninguno de los dos importa cómo finalice. Se acercarán poco a poco, hasta que la separación entre los dos sea inexistente, y se fundirán en un beso largo que, de forma inconsciente, medirá la profundidad de sus bocas. Sólo pasan unos minutos hasta que son capaces de rendirse al deseo que albergan.


Ya en la cama, aquel hombre de mediana edad y despojado de cualquier cargo, ve tambalearse sus convicciones en cada una de las caricias que recibe de aquel cuerpo esculpido en la regularidad del ejercicio físico. No sobrevive a la idea de ser fiel a sí mismo, de no amarlo durante toda la noche. Es lo que piensa antes de empezar a deshacerse sobre los pliegues de su nuca, que descansa sobre la almohada. Con suavidad, explora con la lengua las curvas de su cuello que, libre de todo lo que no es el calor de su aliento, le hace estremecer. Contempla con envidia esa espalda y la protege con su torso. Con delicadeza, le obliga a girarse e inicia el camino que, irremediablemente, le llevará hacia su pecho. Lo recorrerá, primero con sus manos, más tarde, con la lengua empapada en los restos que llenaron el vaso. Todo tiene un sabor desconocido, lleno de matices. Un ligero resto de alcohol mezclado con el sudor que remarca, aún más, su deseo desbocado. Abarca entre sus manos esas caderas, duras como piedras, que limitan el deseo que amenaza con estallar entre esas piernas. Cuando ya el placer asoma en la parte inferior de su espalda, se deja caer sobre la cama. Ajeno a todo, incluso a sí mismo, para que el vértigo se transforme en caída libre, en un placer hasta ahora desconocido. Siente cómo su carne se abre, lenta y con una mínima resistencia, dejando paso a una forma de amar desconocida para él hasta ese momento. Amanecieron, uno junto a otro, tras agotar las horas que dedicaron a saborearse, hasta que una mínima discreción y la preparación del próximo acto oficial obliga al escolta a ocupar la habitación contigua. Más tarde, sólo en la suite, se justificará antes su mujer por el descuido de apagar el móvil durante toda la noche.

Durante el almuerzo el escolta observa, con disimulada satisfacción, cómo le busca con la mirada. Vuelve a su memoria aquel apretón de manos. Breve e intenso. Como sus convicciones. Como su aplomo ante los medios de comunicación. Como cada uno de los viajes emprendidos, esa noche, bajo su cuerpo. Como su voz, la primera vez que cruzó unas palabras con él. Como su primera frase: "el gusto es mío."  

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