martes, 24 de julio de 2012

OIDO


Se le cierran los ojos con demasiada facilidad. El cansancio acumulado tras nueve horas de viaje le pasa, inevitablemente, factura. Cierra el ordenador y tras una ducha rápida, se dirige a su dormitorio. Abre la ventana de par en par, para que el aire que entra a través de las cortinas, le facilite el descanso. Conecta la radio para oír el programa que, cada noche, le ayuda a dormir. Con el volumen suficiente para adormecerle, el silencio y las paredes de la casa, filtran los ruidos, ayudados por la fragilidad de una construcción barata.
Como cada noche, la joven que habita el piso al otro lado del rellano, enciende la luz de su habitación que, a su vez, ilumina el patio de luces al que asoma la ventana de la habitación donde él intenta conciliar el sueño. Tras una breve cena, ella volverá a su habitación, para, como él, tratar de descansar. Pero hoy es diferente.

Hoy no viene sola.

Al principio sólo le llegan los susurros, unas voces mínimas que cobran relevancia en medio del silencio. Que le hacen imaginar una habitación en la que dos cuerpos se desnudan con la prisa de dos desconocidos. En unos minutos, los susurros se transforman en el único lenguaje en el que se hablan sin descanso. La imagina sobre la cama, esperando a que él se acomode entre sus piernas abiertas y la acaricie lentamente. Recorre su cuerpo, primero con las manos para, más tarde, delimitar los contornos con su saliva. Desde el cuello, suave como la seda, hasta unos pechos que adivina pequeños y firmes. Ella aún no tiene suficiente, a juzgar por la intensidad de sus gemidos, que aumentan a medida que pasan los minutos. Por eso sueña con ser el otro cuerpo, bajando hasta su cintura, disfrutando cuando abarca, primero con sus dedos, más tarde con su lengua, las paredes húmedas de su útero. En ese momento, un gemido se le antoja tan cercano que se imagina a él mismo, recogiendo los restos de ese placer, que resbalan en el interior de su cuerpo, para devolvérselos con un beso. Casi al mismo tiempo él se acaricia con la urgencia de quien necesita escuchar el placer ajeno para poder gozar del propio. En su habitación, en soledad, llega a si mismo a través de del final de otros.

Cuando los latidos de su corazón se normalizan, se levanta para abrir las cortinas. El calor le invade impidiéndole respirar, a pesar de que ha permanecido varios minutos estirado en la cama, con la mente en blanco. Dirige la mirada a la ventana situada justo enfrente. Entonces la ve a ella, fumando, despeinada, y con una camiseta pegada al cuerpo empapado de sudor. Al verlo, ella tira el cigarrillo, lentamente, se recoge el pelo con una goma y, sin dejar de mirarle, se desnuda, dejando al descubierto sus pechos, pequeños y firmes.



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