lunes, 9 de enero de 2012

PURO METRALLA

No le daba miedo, como mucho, un poco de vértigo. La observaba en silencio y estudiaba sus movimientos cuando acudía a la cafetería donde ella trabajaba. Han pasado ya dos meses desde que la vio por primera vez y sigue soñando con sumergirse en esos ojos negros, con navegar entre los cabellos que se deslizan, caprichosos, hasta sus hombros, con rehacer su cuerpo hasta convertirlo en parte de su cuerpo; en definitiva: con despertar una mañana a su lado.
Aquella mañana se decidió a cruzar con ella algo más que un saludo formal acompañado de una sonrisa. Le preguntó, aprovechando la tranquilidad de la mayoría de mesas vacías, si le gustaba su trabajo. Ella, sin apenas mirarle, contestó que sí, que le gustaba la gente, y todo el mundo era, por lo general, muy amable. Ella giró sobre sí misma para volver a la barra y, de forma mecánica siguió con el juego que le hacía más llevaderas las largas jornadas laborales. Mientras preparaba el pedido de la mesa de aquel joven interiorizó el retrato que sus gestos, y ahora su palabra, le ayudaban a dibujar: tímido, noble, periodista o escritor (su pequeña libreta en la que escribía de forma compulsiva le delataba), cerebral y, eso lo añadió cuando puso sobre la mesa el bocadillo y el café con hielo que acababa de prepararle y se centró en sus rasgos, bastante guapo. Pasaron varios días hasta que el ritmo de trabajo les concedió una tregua para cruzar de nuevo imágenes uno del otro que les hacían sentirse extrañamente cómodos.
Fue un miércoles cuando, sin ninguna causa  que lo justificase, el joven dejó de frecuentar la cafetería. Desapareció dejándola, de forma inexplicable, sumida en la mayor de las soledades. El primer día se mostró nerviosa y pasó del estado inicial de inquietud ante la ausencia a una especie de tristeza que la colocaba al borde de un llanto que se convertía en angustioso ante la necesidad imperiosa de contenerlo. No tenía su teléfono y su ceguera le hizo olvidar su nombre, por lo que, cuando ya siete días dieron un golpe definitivo a sus esperanzas de volver a verlo, se convenció de que su ausencia era definitiva. Entonces se obligó a sí misma a rechazar esa sensación de que todas las mesas para ella estaban vacías cuando una de ellas no se llenaba con su presencia, a olvidar a aquel joven amable que se acercó a ella y la convirtió en princesa para, de pronto, dejarla sin trono y sin sonrisa.
Ensimismada en su recuerdo pasaba las horas en un trabajo que de pronto se hizo agotador, hasta que un día, sus ojos volvieron a descubrir su sonrisa. Disimuló su alegría disfrazándola de monosílabos hasta que él le confeso que su trabajo, de forma inesperada, le alejó de la ciudad durante una semana que se le hizo especialmente dura porque sus ojos negros y sonrisa de vértigo, le habían hecho perder la cabeza.
Ella no le dejó continuar, lo besó porque el miedo a perderlo la obligaba a probar el sabor de sus labios antes de que sucediese. Fueron a su casa, un pequeño apartamento en el extrarradio y no se dieron tiempo para nada que no fuera amarse. La desnudó lentamente y nunca imaginó que su piel le invitaría a recorrer ese cuerpo una y otra vez sin agotarse. La acarició con la urgencia de un adolescente, mientras la besaba una y otra vez. Su cuello, delgado y suave, marcó el camino de su boca hacia el resto de sus límites, que se le antojaron infinitos, y aprendió de memoria la forma de sus pechos de tanto besarlos. Moldeó a capricho su entrepierna hasta someterla al dictado de su lengua, navegó por su espalda para memorizar el sabor de caramelo de esa piel aterciopelada. Acabó de sentirla cuando le demostró, sin reprimirse, que nunca otro cuerpo le ayudó a mover el mundo.
Ella entendió que aquella tarde no era más que dos cuerpos meciéndose al ritmo del hambre de conocerse, le dejaba hacer mientras moría porque esos besos, esas caricias, esas ganas irrefrenables de alimentarse de él, fuesen el principio de una canción que empezaba a tomar forma.
Ninguno de ellos supo el tiempo que dedicaron a conocerse a través de sus sentidos, cuando ella se levantó para recoger la ropa que reposaba en el suelo del comedor, vio la libreta y al abrirla leyó una frase que quiso imaginar que era para ella. Sobreviviría en este mundo hecho pedazos, si hubiera pasado tan solo una noche entre tus brazos.

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